La forma en la que nos alimentamos está influida por factores biológicos, geográficos, sociales, familiares, culturales… y por supuesto emocionales. Es la combinación de todos esos factores la que va a determinar cómo comemos.
Gran parte de lo que nos acontece en la vida lo relacionamos con la comida: celebraciones, acontecimientos…, pero también asociamos a la comida situaciones de desconcierto, tristeza o desasosiego.
No es preciso señalar que comer cumple una función fisiológica en la supervivencia. Nuestra biología desarrolló señales que nos llevan a comer, o a dejar de hacerlo. Estas sensaciones de hambre o saciedad, en ocasiones y para algunas personas, pasan inadvertidas o son vividas como confusas, la consecuencia es el desajuste.
Para conseguir la supervivencia de la especie, comer tenía que producir placer, y los sabores de los alimentos lo proporcionan, al tiempo que eliminan el malestar que sentimos con el hambre. Al acto fisiológico se han ido uniendo rituales, convirtiéndolo en una forma de comunicación con los otros y en una de las más comunes expresiones de nuestra forma de entender la vida y relacionarnos.
De la interacción entre los aspectos socio-culturales y biológicos de la comida, surgen conflictos: alimentos poco recomendables, consumo desmesurado de algunos alimentos y la ausencia de otros, el consumo de alimentos cómo productos que marcan un estilo de vida, una edad, una moda o una clase social.
Nuestro estado emocional y la forma de regularlo puede impulsar nuestra forma de comer.
La ansiedad, la tristeza, la soledad o la alegría son fuertes condicionantes para que algunas personas coman, incluso sin tener hambre. En estos casos, se pierde, relativamente, el control del comportamiento alimentario y, con frecuencia, aparece una alimentación inadecuada que suele tener consecuencias –aumento de peso, por ejemplo– y que generan sentimientos de culpa y de nuevo tristeza, entrando en un círculo de malestar. Las emociones no son en sí mismas las causantes del descontrol sino la manera de gestionar, regular y afrontar los estados de ánimo negativos.
A lo largo de nuestro crecimiento nos han enseñado a escuchar a nuestro cuerpo, identificar las señales y sensaciones que envía y ponerles nombre para intervenir si es preciso. El malestar emocional y su relación con la comida no siempre ha sido así. Muchas veces somos conscientes de que nuestra conducta alimentaria no es la más adecuada, que responde a emociones y no a hambre: picamos continuamente, asaltamos la nevera por la noche…, o recibimos alertas de nuestro cuerpo: sobrepeso, colesterol, diabetes… Pero no hacemos nada, pensando que no seremos capaces de cambiar.
Pero esta “consciencia” de que algo no estamos haciendo bien, nos produce un malestar emocional que incrementa el comer emocional, cerrando y consolidando un círculo.
En el círculo del comer emocional, un estímulo inicial nos lleva a comer de forma descontrolada, inadecuada. Esto genera una recompensa inmediata y temporal que pasará en poco tiempo, y que nos lleva a un intenso malestar ante la percepción de descontrol en nuestra forma de comer, y que resolveremos… comiendo, único recurso que conocemos para sentir de nuevo control y satisfacción.
Hemos de aprender a regular y gestionar las emociones.
Las emociones no son en sí mismas las causantes del descontrol sino la manera de gestionar, regular y afrontar los estados de ánimo negativos.
El tándem emoción y alimentación tiene que estar basado en comer lo que necesitamos. La alimentación no ha de servir para desconectarnos de las emociones, es la emoción la que tiene que hacernos conscientes de la alimentación que tomamos y del uso de los alimentos que ingerimos.