Recuerdo mi infancia con amor y al mismo tiempo con tristeza. Nací en Italia con mi hermana gemela, Titta, y juntas inventamos un lenguaje propio. Nuestra infancia estuvo marcada por la discalculia. La primaria fue una época dura: los profesores exponían mis errores frente a todos, y cada vez que intentaba encajar o esforzarme, solo recibía más rechazo y burlas de parte de los otros niños. Me refugié en amigos imaginarios y traté de ser “suficiente” para los profesores y amigos. En mi familia la gestión emocional no era muy bien presente.
Mi madre nos llevaba al logopeda y poco a poco nuestras notas y autostima fue aumentando. Cortamos una relación insana con una niña y empezamos la ESO conociendo nuevos amigos. Pero, mientras tanto, comenzó a crecer en mí un rechazo hacia mi propio cuerpo. Como mi hermana mayor Greta, no quería que otros me miraran como “una chica”; vestía con ropa masculina y no me gustaba ser mujer, creía y no aceptaba la idea de que a los hombres le gustaran las mujeres femeninas. Nunca entendí por qué hasta que me fui a terapia. Fueron años felices hasta que fuimos en un bachiller privado y fuimos discriminadas por los demás de la clase por no vestir y tener los mismos valores. Nos hicieron el vacío, como en la ESO. La diferencia era que ya lo había vivido y que me sentía segura con mi hermana gemela. Empecé a rechazar la gente de clase con rabía y me hice amigos fuera. Titta sin embargo intentaba a encajar, doliéndole cada vez que veía que el acercamiento de un grupito de clase era para burlarse de ella. Empezó con conductas raras y poco a poco la anorexia se apoderó de ella y mi familia se desmoronó. Mi padre respondía con rabía y silencios y mi madre le costaba esforzarse para no entrar en una depresión, mientras Greta se fue a estudiar a otra ciudad y se encerró en los estudios. Mi hermana empezó con conductas autolesivas extremas que nosotros llamábamos ¨crisis¨ nerviosas. Mi casa se llenó de una tristeza y un miedo indescriptibles, mis padres se involucraron con Titta y yo tomé el rol de “la fuerte” para poder ayudarlos y tener su aprobación, asumiendo tareas que me desgastaban y enterraban mis propias emociones bajo una capa de responsabilidad. Titta la ingresaron por empeorar y esto me superaba, luchaba por no demostrar las emociones que consideraba negativas y dañineas con respecto a mis padres y con el tiempo, me encontré atrapada en una espiral autodestructiva: atracones, ejercicio excesivo y un desprecio que se iba intensificando. Mi mejor amiga de aquellos tiempos empezó a ver que ya no le proporcionaba mi ayuda y se asustó de verme mal y deprimida. Como mi familia tiene dinero y la suya no, me decía que no le veía sentido a que estuviera mal y desapareció. En mi cabeza tenía razón. Mis padres reaccionaban con rabia y preocupación a conductas evidentes. Me sentía muy triste, decepcionada y sola. Intentaba a reaccionar hablándome mal y con rabia. Mi vida parecía girar en torno al control, a la culpa, y a la necesidad de ser “perfecta” para ser querida. Me fui a estudiar a Pavia con mi hermana Greta y fue un periodo de descanso mental y emocional.
Me fui de Erasmus en España y entendí que algo no iba bien en mi vida. La sentía como un papel blanco, que había vivido para los demás y no para mí. Esto incrementó la rabia hacía mi persona, sin embargo, me propulsaba a seguir viviendo. La bulimia empeoró: mis conductas compulsivas y mi autoexigencia me envolvieron como una prisión invisible. Conocí a Jorge, mi marido, y por primera vez alguien me miraba como si mereciera amor. Pero esa idea me aterraba tanto como me ilusionaba. Recuerdo este año de forma feliz, la bulimia me servía para desconectar de las emociones que me hacían sufrir dejando espacio solo a felicidad y alegría. Me gradué y me marché a vivir a España, estaba tan enfadada con mi situación familiar e incapaz en aquellos momentos de poner y ponerme limites que decidí escapar y cambiar completamente de lugar no obstante el miedo que era enorme. Obviamente no cambiaron mis problemas, pero si pude centrarme en mi. Cuando finalmente toqué fondo, entendí que ya no podía seguir así. Le pedí a Jorge ayuda, y decidí entrar a un programa especializado. Pedí un ingreso y sucesivamente me ofrecieron hospital de día. No fue nada fácil.
En terapia, me vi frente a todas esas heridas que había intentado tapar, y tuve que aprender a reconocer y aceptar mis emociones, algo que nunca había hecho. Los principios en el hospital de dia eran basados sobre lo conductual con síntoma, mis emociones estaban mezcladas: sentía alivio y rabía a la misma vez. Mucha impulsividad e inseguridad. Poco a poco, me fui dando cuenta de que mi lucha con la comida y con mi cuerpo era solo una forma de escapar de un dolor mucho más profundo. A medida que fui avanzando en tratamiento, aprendí a soltar esa carga, a darme cuenta de que no siempre tenía que ser “fuerte” ni perfecta, y que pedir ayuda no me hacía débil. Aprendí a verme con todas mis matices. Durante este proceso terapéutico, sufrí mucho: me ayudaron a desmontar las piezas del castillo que me había creado para esconder mis inseguridades y este duele. Sin embargo, no estaba sola. A las chicas de mí mismo grupo terapéutico le pasaba lo mismo y me entendían. Me escuchaban, podía hablar de la sensación de seguridad que te da la obsesión hacía un cuerpo delgado y el sentido de culpa al sentirte enganchada a las ideas superficiales relacionadas con eso. Sufrí mucho pero cada pasito que daba, me generaba libertad. Aprendí a poner límites a mi familia, poniéndolos a mí misma y para eso me choqué bastante veces contra a un muro de miedos. Vi la bulimia de mi madre y la rabia de mi padre. Daba un paso y surgían recuerdos que había escondido, sin embargo, cada vez que pasaba tenía una visión nueva y diferente al recuerdo generado: con compasión hacía aquella niña, adolescente y mujer.
Tratamiento no es lineal. Tuve baches y recaídas duras, sin embargo, cada vez que me levantaba estaba más fuerte y concienciada de que mi bienestar depende de mí y gracias a mí. Como dice una canción, ¨Para saber volar hay que caer¨.
Este proceso me ha enseñado a verme más que a un cuerpo y a mirarlo y aceptarlo con amor, esté como esté mediante el aceptar los matices de mi persona. Me ha enseñado a liberarme de la culpa, siendo esta la reacción que sigue algo que me hace enfadar, y a permitirme ser solo yo, sin tener que cumplir expectativas. He aprendido que todos los sentimientos son positivos y si están es porqué tienen que estar, aunque no me guste. Ahora puedo disfrutar del deporte sin sentir que debo “compensar” o ¨quemar kcal y a mantener relaciones sanas donde no necesito cuidar ni salvar a nadie más que a mí misma. Que tengo todo el derecho a no gustar y a que no me guste algunas personas. Mi familia, ahora es uno de mi soporte emocional porqué aprendí a meterme límites con ellos. He encontrado un equilibrio en mi vida que parecía imposible, y aunque el camino no ha sido fácil, hoy me siento agradecida conmigo y mi entorno, me siento en paz con mis ruidos interiores, sabiendo que el problema no es que estén, sino que hago con ellos.
Haberme dado la oportunidad de estar bien, meterme en tratamiento y de haberme dejado ayudar fue lo mejor que pude hacer por mi misma.