Poner límites a los adolescentes siempre supone un reto, pero cuando además existen problemas de salud mental la tarea puede parecer todavía más compleja. Padres, madres y profesionales suelen preguntarse dónde está la línea entre la comprensión y la permisividad, o cómo lograr que la disciplina no se viva como un castigo.
La adolescencia es una etapa de búsqueda de identidad, autonomía y pertenencia. En ella se intensifican emociones y conductas que, en algunos casos, se entrelazan con trastornos de ansiedad, depresión, consumo de sustancias o problemas de conducta. Ante este panorama, los límites no deben entenderse como barreras rígidas, sino como marcos de seguridad que permiten crecer de manera más estable.

Los límites deben ser claros ya que los adolescentes necesitan saber qué se espera de ellos. La incertidumbre genera ansiedad, mientras que las normas claras dan seguridad. Establecer límites coherentes y comprensibles ayuda a que el joven sepa hasta dónde puede llegar y cuáles serán las consecuencias de sus actos.
Es recomendable que estos límites estén adaptados a la edad, sean concretos (no generales o abstractos) y se comuniquen de forma calmada. No se trata de imponer desde la autoridad, sino de ofrecer un marco de referencia en el que la confianza y el respeto mutuo sean la base. El límite solo funciona cuando se acompaña de escucha. Un adolescente con dificultades emocionales o de conducta puede reaccionar con enfado, tristeza o desconfianza ante las normas. Por ello, es clave abrir espacios de diálogo en los que pueda expresar cómo se siente y qué necesita.
La validación emocional (reconocer que sus emociones son reales, aunque no se compartan sus conductas) es una herramienta poderosa. Permite que el límite se perciba como un acto de cuidado, no de rechazo.
Es importante resaltar que la incoherencia debilita los límites. Si un día se aplican y al siguiente no, el adolescente aprende que puede transgredirlos sin consecuencias. Sin embargo, la rigidez absoluta tampoco es recomendable: cada situación debe valorarse, teniendo en cuenta las circunstancias personales y el momento. El equilibrio está en mantener normas consistentes pero abiertas a la negociación. Involucrar al adolescente en la creación de ciertos acuerdos aumenta su compromiso y disminuye la resistencia.
Padres, madres y educadores cumplen un papel fundamental como figuras de referencia. Es importante que exista coordinación entre todos los adultos implicados: familia, escuela,terapeutas y educadores sociales. Los límites ganan eficacia cuando se aplican de forma conjunta, evitando contradicciones.
Además, el autocuidado de los adultos es indispensable. Sostener las conductas de un adolescente con problemas de salud mental puede generar frustración y desgaste. Buscar apoyo, formación y espacios de desahogo ayuda a mantener la paciencia y la constancia.
En Ita Mirasierra trabajamos de manera conjunta con los padres y con los adolescentes. Acompañamos y orientamos a las familias en el proceso de establecer límites a sus hijos, al mismo tiempo que ayudamos al menor a comprender la importancia de esos límites en su desarrollo evolutivo. Para ello, contamos con un grupo de padres y con terapias familiares, espacios en los que se trabaja con todo el núcleo familiar y se construyen, de manera consensuada, normas y consecuencias que favorezcan la convivencia y el crecimiento personal.
En conclusión, poner límites a adolescentes con problemas de salud mental no significa controlar ni restringir, sino acompañar con firmeza y empatía. Los límites claros, la comunicación abierta y la coherencia son pilares que permiten que
el adolescente se sienta seguro, respetado y orientado en su camino hacia la autonomía.